Esta reseña literaria con pretenciones de ensayo corto, fue publicada en una compilación de textos hecha para el Taller de Escritores de la Biblioteca Pública de Medellín en el año 2020. Aquí lo pueden encontrar, así como otros escritos de con gran diversidad y calidad, de quienes asistimos por esa época al Taller, dirigido por el profesor Jairo Morales Henao.
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Siempre he tenido una especial prevención hacia la obra de Flaubert, justificada o no, es una prevención, como muchas, abstracta e indefinible. Del autor he abordado principalmente los tres cuentos reunidos en un volumen, encabezados por «Un Corazón Sencillo». Luego, injustificadamente también, pues no he leído aún la novela, abordé el magnífico estudio realizado sobre Madame Bovary por parte de Mario Vargas Llosa, La Orgia Perpetua.
Como no me podía quedar ignorante toda la vida, le llegó su momento a Salambó, por algunas sugerencias externas abordé la lectura de esta novela francesa del siglo XIX, que no pocos contratiempos literarios me ha causado.
La lectura inicial se torna pesada, excesivamente descriptiva para los tiempos que corren, de prosas escuetas. La misma sensación que me produjo comenzar a leer a Proust en algún tomo leído de En busca del tiempo perdido. Es acomodarse a un nuevo lenguaje, si se quiere un fraseo que se regodea, en este caso, en las descripciones.
La historia
Cartago fue una potencia de la antigüedad, y como toda potencia, aspiraba a la hegemonía interminable. Sabido es, que estas hegemonías están cimentadas en el poderío militar. Por ello, Cartago, para combatir a otras ciudades estados, se agenció de los servicios de mercenarios que en su momento empuñaron la daga, la espada y el escudo para las labores brutales de la guerra.
Los mercenarios, luego de prestar sus servicios, se quisieron cobrar por las vías de hecho, lo que hoy llamaríamos las prestaciones sociales. Cartago no se iba a dejar amedrentar por peticiones insensatas. Se resistía como bien podía a cualquier chantaje bárbaro. Estos hombres, hechos para guerrear, tenían sed de dinero y sangre, por tanto, con sus propios liderazgos quisieron sitiar por medio de la violencia a Cartago, la arrogante. En este contexto y a grandes rasgos se desarrolla la trama de esta historia. Adobada, eso sí, por otra de amor caprichoso, como no podría ser más con un autor que tenía la impronta del romanticismo. Se ven implicados Matho, un jefe bárbaro, y Salambó, la hija forzadamente proscrita de Amílcar Barca el prohombre rechazado por la sociedad cartaginesa y, a quien tuvieron que recurrir, cuando por sus propios medios no pudieron doblegar la violencia rebelde.
La novela en su primer capítulo comienza con una profusa descripción de arquitectura, atavíos, guerreros y banquetes. El autor se esmera, moroso, en los detalles. Se pavonea con sus palabras mencionando la variopinta soldadesca estacionada en uno de los barrios de Cartago, la cual espera la cancelación total de las deudas de una república monetariamente exhausta. Los diálogos mínimos, las frases largas y las palabras justas y medidas dan cuenta de un lenguaje evidentemente literario que se place en las enumeraciones y las elipsis, construyendo los símiles justos.
Había allí hombres de todas las naciones: ligures, lusitanos, baleares, negros y fugitivos de Roma. Se oían, junto al pesado dialecto dórico, las sílabas célticas que restallaban como los látigos de los carros de guerra, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, ásperas como gritos de chacal. Se reconocía a los griegos por su talle esbelto, al egipcio por sus hombros altos y al cántabro por sus gruesas pantorrillas. Los soldados carios balanceaban orgullosamente las plumas de su casco…
Se tumbaban en los cojines y comían, unos, acurrucados en torno a grandes bandejas, y otros, tendidos de bruces, cogían las tajadas de carne y se hartaban, apoyados en los codos, en esa actitud pacífica de los leones cuando despedazan su presa.
Allí hace su primera aparición la dueña del título de la novela, la hija de Amílcar. Tiene un fugaz contacto con Matho, el líder bárbaro, quien queda prendado de ella.
Salambó se encuentra recluida, mueble para rituales religiosos, y el tiempo dirá que también moneda de cambio, entregada a Narr Havas para compensar el apoyo que sus fuerzas han brindado a Cartago.
Las apariciones de esta joven son pocas y, si se mira a fondo su incidencia en los acontecimientos, no es relevante. Salambó es la excusa romántica de Flaubert, al igual que Matho, el libio. La rueda de la historia ya trituró el final y ella, como otros bárbaros y cartagineses relatados son accidentes en esa rueda, piedrecillas que no han cambiado el destino de las gestas. Los eventos, como todo lo pasado, fueron más tozudos y al atrevimiento del autor no llegaba la idea de cambiar el destino del mundo, aunque fuese en la literatura (idea literaria interesante aquella de cambiar la historia, y las consecuencias infinitas que ello podría tener). El devenir histórico marca que los mercenarios fueron derrotados.
El autor personifica la tragedia en Salambó, importante para la novela, aunque insignificante e inexistente para la crónica. Aquí está el poder de la literatura, de la ficción. Dota de humanidad, personifica la historia, la saca de su rigor académico que generaliza, si se quiere; entrega al lector esta misma historia, contada desde lo anodino de algunos personajes que pudieron o no ser parte de ésta desde el rigor histórico. En este caso Matho y Espendius (esclavo de este último) hacen parte de la realidad histórica.
Si la hija de Amílcar es creación de Flaubert, todo lo que tenga que ver con ella es de igual talante. Con lo cual Salambó es un recurso argumental para dotar de romanticismo la atrocidad de dicha guerra; para sacar del muladar de barro y sangre aquella flor de loto del amor romántico entre una bestia de la guerra, Matho, con la ingenuidad virginal de una mujer real para la novela y ficticia para la historia; cuyo destino y fin duelen a pesar o precisamente por ser un producto de la imaginación. Los designios de los personajes históricos se conocen; Salambó como creación del autor tenía un final con múltiples posibilidades, Flaubert escogió para ella el destino de las heroínas románticas; realidad y ficción unidas en esta breve historia de amor.
La estructura y la técnica
La novela está narrada en forma lineal, con una tercera parcialmente lejana cuando se trata de los personajes individualizados de la historia y totalmente aséptica, al referirse a las masas poblacionales, los grupos humanos o los combates.
La novela en principio avanza despacio con un lenguaje y estilo que se detienen en la arquitectura, las calles, el mobiliario y el vestuario. Cuando inician las primeras escaramuzas, el autor está más preocupado, tal y como los guerreros cartagineses, por el lustre de los atuendos y el prêt-à-porter de los uniformes o como dirían ahora en tiempos de redes sociales, por el outfit. Tal era el asunto con el bien parecer de los ejércitos que aquellos quedaban en inferioridad, pues la indumentaria no ayudaba para la confrontación; primero muertos que sencillos, sería lo que pensaban ellos.
El autor en principio no describe los combates, sólo el antes y el después desolador. Con el paso de las páginas y el discurrir de la historia este pudor se disipa y comienza a dar cuenta de estrategias y enfrentamientos. El episodio más sobrecogedor del inicio de la novela es aquel en el que los bárbaros han sido obligados a replegarse y, en su recorrido en busca de pueblos afectos a su causa, se encuentran con la hilera de leones crucificados y semi destrozados por las aves de carroña. Si bien los mercenarios hacen chistes con el primer león, luego al ver la hilera de cadáveres, no tienen por más que atemorizarse por un pueblo que se deleita en la crucifixión de bestias.
Más allá del aparataje descriptivo se va desarrollando la historia de Salambó, quien fue engatusada por un sacerdote para que fuese a recuperar el manto sagrado de los cartagineses, el zaimph; un símbolo de la esperanza del pueblo, el cuál fue robado por Matho, y en la tienda de este último se conserva. La mujer fue persuadida en su inocencia para que se entregara a los bárbaros en cambio del trozo de tela sagrado.
Los mercenarios habían regresado de su destierro con nuevos aliados y renovadas fuerzas para el sitio de Cartago, ello ocasionó el terror y el hambre de la población por meses. En el ínterin los aristócratas de Cartago llaman a Amílcar, autoexiliado, para que los socorra. Era tal el desespero que este pueblo sacrifica a sus niños p
ara complacer a Moloch y evitar desastres mayores.
Flaubert se va moviendo de manera marcada a lo largo de la narración entre rebeldes y cartagineses, sin embargo, en el capítulo XI titulado «En la tienda», se da un recurso interesante, si se quiere, moderno para la época. Salambó se encuentra en la tienda de Matho en el campamento mercenario tratando de recuperar el zaimph. El capítulo se está narrando desde el punto de vista de los bárbaros. Las fuerzas de Cartago al mando de Narr Havas atacan por sorpresa el campamento rebelde. Salambó es rescatada y el narrador nos lleva en el caballo usado para tal fin, tanto a la mujer como a los lectores, a las tiendas cartaginesas donde se halla la avanzada, terminando el capítulo con la narración desde el punto de vista de Cartago.
El escaparate de la guerra
Eran otros tiempos y eran otras las maneras de morir en el campo de batalla, era la época del combate cuerpo a cuerpo, de las estrategias que dibujaban las formaciones militares como figuras geométricas, mientras hoy se pueden dañar multitudes con la comodidad fría y distante de un drone. La novela marcha al ritmo despiadado de la maquinaria de una guerra que fue. Lo que hace que este libro no sea el equivalente a un libro de orden histórico es que, primero, se traslada de la guerra a unos personajes plenamente individualizados con todos sus avatares argumentales, que evidentemente están marcados por el conflicto y por las invenciones del autor. Y, en segundo lugar, el valor estético de la obra; no habría un historiador que pudiese narrar estos acontecimientos con mayor logro estético que el que logra Flaubert.
De las novelas de corte bélico que he tenido la posibilidad de leer en mi humilde carrera como lector, es en esta novela donde encuentro mejor logradas las descripciones, y las atrocidades son contadas, aunque suene molesto decirlo, con una elegancia tal que aterran, pero a la vez permiten imaginar con detalles lo que se está leyendo. Llegan a la mente las pinturas de Goya que horrorizan y también sobrecogen por el poder de sugestión que captura el alma de los desastres bélicos. Y es que lo que cuenta Flaubert no tiene censura ni moderación, y puede que para nosotros que, en estos tiempos hemos visto lo que nos ha tocado ver, no nos parezca tan aterrador; no obstante, los contemporáneos del autor tal vez encontraron perturbador lo que allí se describió, por eso se explica que Flaubert haya escogido eventos y culturas lejanas de cualquier litigio emocional con los suyos, para evitarse inconvenientes con los censores y críticos del momento para así, escritor desatado, regodearse tranquilo en la guerra y sus goces estilísticos.
Muestra es este fragmento de alguno de los cruentos combates, que se suceden principalmente en la segunda parte de la novela, con la intervención decidida de Amílcar Barca:
Los elefantes penetraron en aquella masa de hombres, y los espolones de su petral la dividían, las lanzas de sus colmillos la revolvían como rejas de arados; cortaban, rajaban, descuartizaban con las hoces de sus trompas; las torres, llenas de faláricas, parecían volcanes en movimiento: no se distinguía más que un inmenso montón en el que las carnes humanas formaban manchas blancas; las láminas de bronce, placas grises, y la sangre, cohetes rojos; los horribles animales, al pasar a través de todo aquello, trazaban surcos negros. El más furioso era conducido por un númida, coronado por una diadema de plumas. Lanzaba jabalinas con una celeridad espantosa, acompañándose a intervalos regulares de un largo silbido agudo; las enormes bestias, dóciles como perros, durante la carnicería miraban siempre hacia él.
El siguiente trozo sucede como coronación posterior del Desfiladero del hacha, lugar en el que los mercenarios fueron sitiados por la hambruna, donde carne muerta y bestias se funden en un campo sembrado de muerte:
Sobre la extensión del llano, leones y cadáveres estaban tumbados, y los muertos se confundían con los vestidos y las armaduras. A casi todos les faltaba la cara o un brazo; algunos aparecían aún intactos; otros estaban completamente desecados y cráneos polvorientos llenaban los cascos; pies descarnados sobresalían de las cnémides; los esqueletos conservaban sus mantos, y los huesos, calcinados por el sol, formaban manchas relucientes en medio de la arena.
Los leones descansaban con el pecho apoyado en el suelo y las dos patas alargadas, parpadeando bajo el rebrillo del día, aumentando por la reverberación de las rocas blancas. Otros, sentados sobre su grupa, miraban fijamente al horizonte; o bien, medio envueltos en sus largas melenas, dormían hechos un ovillo, y todos parecían satisfechos, en una actitud cansina y aburrida. Estaban tan inmóviles como la montaña y como los muertos. Caía la noche; anchas franjas rojizas cubrían el cielo al occidente.
Buceando en el fondo de esta novela francesa del siglo XIX
En el anterior fragmento regresan los leones. Al principio de los fragmentos citados, se menciona a los mercenarios que devoran trozos de carne; quizás corderos o tal vez faisanes y bueyes, como mustios leones reposados. Al final de la historia los leones hastiados se atragantan de carne mercenaria esparcida por el campo de batalla. No obstante, son los cartagineses quienes para asustar a los bárbaros crucifican leones. Percibiendo este curioso juego con los leones que se presenta en la novela me es difícil sentir compasión por los mercenarios o por los cartagineses. Cada uno expresa sus ambiciones con la guerra y sus muertes, mis afectos se dirigen (aparte de a los leones) hacia Salambó, una impostura histórica. La representación de los inocentes, de aquellos que no escogieron la guerra. La imaginaria y fugaz Salambó como la dolorosa e ingenua certidumbre de una novela histórica.
(2019)
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