En la literatura, y en general en el arte, hay gigantes, de eso no hay duda. Resisten el paso del tiempo y tienen un público, así no sea masivo, que siguen disfrutando de sus obras. Estos gigantes no son numerosos, pero, por fortuna, tampoco son una minoría: son los que son.
La música, el cine y la literatura (de los que tengo un poco más de ilustración) tienen los suyos. Los hay por géneros, nacionalidades, épocas y estilos. No me ocuparé de hacer un inventario interminable, esa no es la intención de este escrito.
Cuando uno se adentra, yo me adentro, a una de sus obras, siento que es otra cosa, singular. Que su calidad está por fuera de discusión, como que estoy asistiendo a la culminación de una obra maestra, que se consuma una y otra vez con cada lectura, relectura o cada que una persona cualquiera la lee.
Como cuando abordé las primeras páginas de Las palmeras salvajes (1939), de William Faulkner (New Albany, Mississippi 1897- Byhalia, Mississippi 1962). Edición EDHASA/sudamericana (1983), traducción de Jorge Luis Borges (otro gigante). No voy a ahondar en la luz descomunal que ha dejado Faulkner para la literatura del siglo XX o el mismísimo Borges. No obstante, sí tengo para decir que otra de mis percepciones con la lectura de esta novela, fue entender que, a pesar de mis tantas lecturas, de aquí o de allá, de esta época y de las pasadas, eso que estaba leyendo era de otra hechura, de otra filigrana. Tampoco me quiero quedar en la ingenuidad de fingir que todos debamos escribir como (o leer a) Faulkner o, presumir de que la literatura debía quedarse congelada en lo que representa este autor para la escritura de ficción del siglo XX.
En posteriores ediciones en inglés, la novela en comento también llevó el título de Si me olvidara de ti, oh, Jerusalen (If I Forget Thee, Jerusalem), que proviene del salmo 137:5-6.
¿Cuál es el argumento de la novela?
He tenido varios acercamientos a la obra de Faulkner, leer un puñado de sus cuentos dispersos, dentro de ellos Desciende Moisés (1942), pero también las novelas El sonido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930) y Luz de Agosto (1932) (que leí muy joven y creería que no le saqué el suficiente partido, en este sentido es una obra que merece ser releída por mi otro yo, el de estos tiempos).
Las palmeras salvajes relata dos historias; la de amor fatal (no hay otro adjetivo) entre Harry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer (y que el autor diferencia con el título de «Palmeras salvajes» cada vez que quiere marcar el cambio de historia) y paralelamente la de un hombre sin patronímico, que cumple una condena y se denomina simplemente como el «penado alto», quien, con una canoa y una mujer embarazada rescatada por él, vaga por varios días perdido por el delta del río Mississippi o El Viejo, como se le denominaba en la época en que se presentó una catastrófica inundación (1927) producto de lluvias y tormentas que arreciaron y que hicieron que El Viejo se saliera de cause ahogando casi todo a su alrededor ( Esta parte a su vez es marcada con el título de «El viejo»), históricamente a este episodio se le denominó el «Gran Diluvio» y fue una de las más grandes catástrofes naturales de EE.UU.
Estas no son historias cruzadas porque suceden en momentos distintos, diez años de diferencia, y las líneas argumentales nunca se tocarán. Es como si estuviésemos leyendo dos novelas en un mismo libro. Sin embargo, ambas historias sí están conectadas por el sentido de la parábola vital de los personajes, por sus deseos, aunque estos mismos deseos corran en sentido inverso. El mismo autor cuando comenzó a escribir su novela desde la perspectiva de «Palmeras salvajes», sintió como si le faltase algo que la equilibrara y fue así como surgió la parte de «El viejo», como es relatado en el prólogo de la edición que tuve la oportunidad de leer. Ambas historias se van alternando hasta el final, comenzando con «Palmeras salvajes» y culminando con «El viejo».
¿Cómo está escrita Las palmeras salvajes?
La novela es contada por un narrador omnisciente muy cercano a Harry y al penado alto. En algunos casos la voz en tercera deja que los personajes muestren sus pensamientos, estos fragmentos están marcados en letra cursiva. Son más extensos y frecuentes en Harry y en el penado alto. Pero cuando hay oportunidad, los pensamientos en cursiva se dejan ver en personajes secundarios.
La prosa del autor está hecha de frases largas, acotadas con guiones y, en bastantes casos, con paréntesis. Las descripciones, llenas de plasticidad (visuales y rítmicas), un ritmo que incluso en la traducción se alcanza a percibir (un gran mérito de la traducción de Borges).
En las palabras del escritor hay poesía, una poesía dura, recia, que se sintoniza, sobre todo en las descripciones, con lo que están viviendo los personajes. También tiene su escritura una sobresaliente adjetivación, que me recuerda a la de García Márquez, sin duda uno de los atributos que el colombiano supo ver en William Faulkner. Aquí, en la adjetivación, le resto un punto a quienes creen que los adjetivos no se usan, no; los adjetivos se usan, pero hay que saberlo hacer y este autor es una muestra de ello (pero también le resto a quienes abusan de los adjetivos sin ningún criterio: los adjetivos se usan, pero hay que saber hacerlo). Además de todo esto, está la capacidad del autor de conducirnos con sus palabras hacia una metáfora de la tragedia, una metáfora de un mundo inveterado y a la vez nuevo, es decir, hay una intemporalidad en sus palabras. Como una vieja sabiduría que se las arregla para entender y traducir el alma humana con sus sueños y desdichas.
Aquí dejo un ejemplo de una descripción precisa, plástica, simple y contundente.
… las madrugadas escuchaba el pesado latido de las lanchas a motor bajando por el río hacia el Golfo, la breve hora fresca de la mañana con el sol en la espalda, el largo ardor de los atardeceres de bronce cuando el sol impregnado de salitre golpeaba la ventana con plenitud de ferocidad, imprimiendo en su cara y en su torso los barrotes a los que se agarraba…
***
Se despertó y miró su cuerpo tendido hacia el escorzo de sus pies y le pareció haber visto los veintisiete irrevocables años como disminuidos y escorzados detrás, como si su vida flotara sin esfuerzo y sin voluntad por un río que no vuelve. Le parecía verlos: los años vacíos en que había desaparecido su juventud—los años para lo osadía y las aventuras, para los apasionados, trágicos, suaves, efímeros amores de la adolescencia, para la blancura de la muchacha y del muchacho, para la torpe, fogosa, importuna carne, que no había sido para él…
El anterior, es Harry Wilbourne al comienzo de la novela, aquí se ve, en este párrafo se ve, la importancia que tienen para el autor la forma y el fondo, es decir, lo que cuento y cómo lo hago. No hace concesiones en la belleza para concentrarse sólo en el qué, como diría que se hace hoy en día: Se cercena la belleza en sacrificio de lo que se va a contar, ya sea por facilidad o por inoperancia de quien escribe o porque esa es la moda.
El fondo de la novela. En el fondo, el naufragio.
Los personajes de Faulkner, los que conozco, viven con la marca de la tragedia, arrastrados por la marea del destino, llevados de aquí para allá por el río de la vida siendo ellos barcos de papel y en esta novela se reafirma lo mismo. Hay amor, en Carlota (una mujer casada y con hijos) y Harry, lo hay. Estos animales primitivos se aman torpemente, como si quisieran devorarse el mundo mientras se devoran a sí mismos. Carlota, como si fuera la última oportunidad de amar; Harry, tratando de aprender y descifrar, de la mano de Carlota, eso que llaman amor, eso que ella denomina amor y de lo que el hombre no se siente merecedor. Es probable que un escritor inglés o francés decimonónico, o una escritora diga usted Emily Brönte, habría creado una épica romántica con esta historia de dos amantes que huyen, o quieren escapar de sus destinos presentes, fustigados por las convenciones sociales, las flaquezas monetarias y por sus propios miedos, y quizás lo habrían logrado, pero en Faulkner no es tan fácil.
Vargas Llosa, en su magnífica La orgía perpetua, el lúcido estudio sobre la novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert, comienza hablando de esos personajes literarios que han marcado su vida, incluso más que los seres de carne y sangre. Él dice que cuando ambos personajes, el real y el de ficción, se convierten en pasado, el de ficción puede estar más omnipresente, tantas más que el real. El de ficción resucita cada que lo leemos. Dentro de esos personajes gratamente recordado por Mario Vargas Llosa está el penado alto. Es imposible no engancharse a este hombre que, en su ingenua y terca animalidad, es como un topo que escarba en el destino en busca de retornar al útero. Ese hombre que prefiere regresar a la certeza de la condena de 15 años por intento de robo en un tren, que vérselas con un mundo que no entiende ni descifra, en donde hay mujeres con bultos enormes en su vientre y que de esos bultos luego salen pequeños hombres ensangrentados. Prefiere la condena (anhela a sus captores) a incluso, el mundo de la ficción, del cual se decepcionó, luego de leer una novela por entregas en las que unos timadores hacían de las suyas, él los trató de imitar y terminó condenado por la ley cuando tenía 19 años. Así que siempre le guardó inquina tanto a los autores como a los personajes. Toda su lucha en la historia tiene que ver con retornar a sus captores, no pasa por su cabeza la intención de huir, porque escapar es perderse en la realidad enigmática, que en ese momento se encuentra inundada.
Así que mientras Harry y Carlota huyen, quieren huir de su realidad, el penado alto desea retornar (que bueno que existiera la palabra deshuir) a cumplir su condena, no quiere saber nada del mundo, en la condena hay liberación (al final Harry también lo va a descubrir). En Harry y en el penado alto existe una primitiva ingenuidad, de eso no hay duda, pero también naufragio, uno en la realidad; el otro en el río (¿cuál es peor?). En Harry, culpa; en el penado, de instinto de supervivencia.
Estos personajes están bien construidos, sólidos, palpables. Se puede estar o no de acuerdo con ellos, pero nuestro camino como lectores está cosido al suyo, nos importa su destino.
Gigantes y naufragios a manera de cierre
Las palmeras salvajes es una novela sobre naufragios emocionales y reales, sobre lo que significa vivir bajo las leyes del mundo como conglomerado humano. Sobre la vida como instinto y, quizá, sobre otros asuntos más. Pero también sobre el amor y la culpa y la fiereza. Lo que sí tengo claro es que esta novela me recordó que hay una literatura sobresaliente, una que va más allá de las historias, buenas, atractivas o bellas y malas, originales o manidas. Hay LITERATURA como la que hizo Faulkner en esta novela. Esa literatura cada vez más rara hoy en día, en la que se juntan la maestría, la perfección en la narración sin olvidarse de las historias. No puedo decir que «Las palmeras salvajes» y «El viejo» sean dos argumentos rigurosamente originales, no. Pero sí lo es la manera como el autor los aborda desde el fondo y la forma; desde la solidez de la trama y los personajes. Desde la belleza de la escritura, la sugestión y la metáfora.
En un universo literario en el que creemos que ya casi todo está contado, la clave es el tratamiento que se le da a este material y William Faulkner lo tenía claro. Y yo tengo claro también que, si quiero maestros literarios, debo buscarlos en estos, en los gigantes. Hay que arrimarse al árbol bueno, a su sombra, aunque en las tormentas haya el riesgo de que te chamusque un rayo (creo que esta comparación con el árbol no es la indicada, pero se entiende). Si quiero aprender a escribir, debo leer a estos, si quiero leer LITERATURA, debo leer a estos (no voy a decir a quién no leer para no herir sensibilidades, yo lo tengo claro para mí). No obstante, cada cual con su cada quien.
Y llegó esta lectura, precisamente después de leer a Cesar Aira (mirar entrada anterior de este, su blog), con quien casi había perdido la fe en la humanidad literaria. Llegaron Las palmeras salvajes (Con muy pocas dudas declaro que es de lo mejor que he leído de Faulkner) de este maestro de la literatura norteamericana del siglo XX a rescatarme de ese naufragio.
Y fue así: disfruté cada maldita (bendita) palabra.
(2024)
Revelación posterior al cierre: Buscando información para embellecer este texto, me encontré con que en el año 1927 (el de la crecida de río Mississippi), la «Emperatriz del Blues», Bessie Smith (1897-1937) compuso una canción ( lo más sorprendente es que fue antes del «Gran Diluvio», pero en el mismo año), luego se convertiría en un estandar del género con muchas versiones y que refleja el sentimiento de dolor y desarraigo de las víctimas de la gran inundación, aquí el enlace para YouTube:
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